RECORTES Y PRIVATIZACIÓN TAMBIÉN EN NUESTRAS COSTAS

Hace más de un año, con otro Gobierno en la Moncloa, publicaba en la Revista de FUNDICOT un artículo con el título “¿Es razonable la actual política de las Administraciones Públicas para nuestras costas?” donde me refería a la puesta en cuestión de la Ley de Costas española –Ley 22/1988, de 28 de julio, de Costas- que ha sido uno de los referentes internacionales en la configuración de comportamientos sobre el litoral. Hoy, catorce meses después y con un Gobierno de signo muy distinto en sus intereses y enfoques, nuevamente el riesgo de reforma de la Ley de Costas aparece no ya como una amenaza más o menos cierta, sino como una realidad concreta. En el citado artículo señalaba que la cercanía del primer plazo de 30 años de concesión (que puede ser ampliado en otros 30 años) que se cumple en 2018 para las actividades localizadas en el dominio público marítimo-terrestre y la dinamización de su aplicación en la legislatura 2004-2008, tras un largo período (desde 1996) de una cierta laxitud en su aplicación, habían llevado a que se multiplicasen los ataques a esta Ley, y a que se olvidasen las obligaciones constitucionales respecto a los dominios públicos hidráulicos y marítimo-terrestres, y, sobre todo, los riesgos sobre los bienes y las personas que implica la permisividad de actividades sobre los citados dominios públicos, tal y como periódicamente nos demuestra la naturaleza (temporales, riadas, inundaciones y sus correspondientes declaraciones de zonas catastróficas con compensaciones cubiertas con los impuestos de todos los ciudadanos).
También recogía la historia del proceso de ocupación de nuestras costas, iniciado en la década de los sesenta, y recordaba cómo esta ocupación y el crecimiento turístico asociado iban a significar una importante aportación a la etapa del “desarrollismo” español, con más que la duplicación del PIB de España hasta 1973 y el incremento en más de 2,5 veces de la renta media per cápita de los españoles. El importante “boom” de los años sesenta en la actividad turística, con la aparición del turismo de masas y las primeras actuaciones urbanísticas en las todavía inmaculadas playas de nuestro litoral, posibilitó que desde 1960 a 1970 se cuadruplica la entrada de turistas extranjeros (de 6,1 millones, en 1960, a 24,1 millones, en 1970) y que se multiplicaran por más de cuatro los ingresos debidos a este concepto, posibilitando no sólo compensar el saldo negativo de las restantes partidas de la balanza de servicios, sino cubrir gran parte del importante y progresivo déficit de la balanza comercial española. Desde entonces, el proceso turístico no ha dejado de intensificarse, pero con resultados cada vez menos positivos.
El principal atractivo que motiva a este turismo es el “sol y la playa”, aspecto que se prolonga a lo largo de toda la historia turística española, concentrando su incidencia en los archipiélagos y en el litoral mediterráneo fundamentalmente (del orden del 80% de los casi 60 millones de turistas que visitan anualmente España responden al modelo de “sol y playa” y eligen la costa para sus vacaciones). Pero esta dinámica crea los primeros problemas graves en el litoral por la generalización de un crecimiento urbanístico y una ocupación territorial que prima el crecimiento económico a toda costa, olvidando, y en muchos casos contraviniendo el planeamiento urbanístico y territorial vigente. Así, la Ley sobre Centros y Zonas de Interés Turístico Nacional, de 1963, viabilizó la aprobación de Planes Especiales en suelo rústico, que regularizaron una forma de actuación al margen del planeamiento existente. Lo sectorial y el interés privado (es este sector quién tiene la iniciativa para el desarrollo de estos Centros y Zonas de Interés Turístico Nacional) primaba sobre la visión territorial integrada y el interés general (aspecto que se justificaba defendiendo que el crecimiento económico era el único representante de ese interés general). En este período, gran parte de las actuales edificaciones en dominio público marítimo-terrestre se ejecutan apropiándose o privatizando terrenos con procedimientos no siempre ajustados a la ley. Se priman las visiones economicistas y “eficacistas” de los entonces gobernantes “opusdeistas” defensores del crecimiento “de la tarta” (ya después se produciría su reparto).
Es curioso que cincuenta años después parezcan reproducirse los procesos volviendo a ser el “economicismo” y el supuesto crecimiento la justificación de actuaciones que pueden tener unas consecuencias tremendamente negativas a medio y largo plazo. Aunque, si se tiene en cuenta que bastantes de las fortunas o de los grandes capitales individuales (algunos de los cuales se encuentran a buen recaudo en los correspondientes paraísos fiscales, soporte de este capitalismo tan peculiar que nos gobierna) son el resultado de los procesos especulativos de generación de grandes plusvalías sobre el suelo y que gran parte de este suelo ahora está inmovilizado por hipotecas o por apropiación financiera por el impago de las mismas, se entiende la presión por regenerar nuevos procesos especulativos inmobiliarios. Y es que, aunque esté lejos la posibilidad de iniciar una nueva burbuja generalizada en los próximos tres años, sí existen territorios –y muy en particular la primera línea de costa- donde las posibilidades son mucho menos remotas y donde la “puesta en valor” privada tiene altas posibilidades, si bien no a coste cero para el conjunto de la ciudadanía. Y en este sentido, los motivos por los que el Gobierno considera preciso cambiar la Ley de Costas, son claros y fueron expuestos de una manera precisa por el Presidente de Gobierno el 17 de enero de 2012, en la inauguración del 6º Foro de Liderazgo Turístico de Exceltur, donde señaló textualmente que “hay que cambiar la Ley de Costas porque es una reforma específicamente demandada por los empresarios para ayudar a salir de la crisis”.
Hasta ahora, la presión de los usos establecidos y la ocupación generalizada de la franja costera han originado un desbordamiento de la capacidad de acogida de la costa, el declive de ciertos modelos de uso de calidad de la misma, y la paulatina degradación de sus valores naturales. En algunas Comunidades Autónomas más del 75% de los terrenos colindantes al mar son urbanos o urbanizables, no precisamente con base a un urbanismo que pudiéramos denominar de calidad, y casi el 25% del litoral es costa artificial, con un nivel elevadísimo de degradación del paisaje. Esta presión es especialmente relevante en las playas del arco mediterráneo donde casi un 60% de las mismas estaban en entornos ya urbanizados en 2005, y el 50% de la longitud de la costa, esto es, más de 500 Km. de playas, requerían actuaciones correctoras para alcanzar un buen estado. Se había urbanizado demasiado y, lo que es peor, la tradición heredada de actuaciones al margen de la normativa y del planeamiento urbanístico o territorial, había propiciado la edificación –y en muchas ocasiones la trasmisión de la propiedad a terceros- sobre el dominio público marítimo-terrestre, casi siempre con la correspondiente licencia municipal e, incluso, con la adecuación a algunos planeamientos urbanísticos de dudoso ajuste a la legalidad.
Ahora que la prima de riesgo española ronda los quinientos puntos, mostrándonos el absoluto fracaso de las políticas del actual Gobierno en su objetivo principal de “lograr la confianza de los mercados” y que nuestro sistema financiero padece una fuerte crisis sistémica con riesgo de generar la necesidad de una intervención, se olvida con demasiada frecuencia que una de las causas que está detrás de toda esta dinámica son los irracionales procesos de transformación de nuestro territorio (y en particular del litoral costero) para propiciar burbujas inmobiliarias (la última 1998-2007) sin medir sus consecuencias (que ahora padecemos) con actuaciones como la Ley del Suelo de 1998, del Partido Popular nuevamente ahora en el Gobierno. Si entonces la actuación de algunas Comunidades Autónomas -más pendientes del negocio que del patrimonio e intereses a largo plazo de sus territorios- y de algunos municipios, que han actuado de una manera absolutamente depredadora sobre sus espacios, propiciando el enriquecimiento rápido y desmedido de unos cuantos -y actuando en demasiados casos al margen de la legalidad- contribuyeron a esta dinámica de tan altos costes para la sociedad española, ahora nuevamente la intención de reformar la Ley de Costas de 1988, o los cambios que están proponiéndose en Comunidades Autónomas como Baleares, o antes Galicia y Canarias, tienden a aumentar los riesgos de que volvamos a equivocar el camino.
Porque los problemas de nuestras costas están claros para cualquier persona meridianamente conocedora del litoral. El primero, y más grave, al que queremos referirnos en este artículo, tiene que ver con la seguridad de los bienes y de las personas localizadas sobre el dominio público marítimo-terrestre. Al igual que sucede con el dominio público hidráulico, el criterio básico utilizado para su delimitación es el de la citada seguridad para los bienes y las personas, de manera que se considera dominio público marítimo-terrestre fundamentalmente el espacio hasta donde llega el oleaje en los máximos temporales conocidos. Basta recordar las frecuentes declaraciones de zonas catastróficas en las costas españolas por los efectos de los temporales, para hacerse una idea de la inadecuación de la actual edificación de la costa a las necesidades de protección de los bienes y personas, que la citada ley pretende. Las previsiones de la misma de dejar 30 años, ampliables a otros treinta años, para que se fuera produciendo una progresiva adecuación de la situación a la seguridad, parece no haberse comprendido ni en su magnitud ni en su importancia. Como tampoco se ha comprendido que el nivel del mar y la altura y frecuencia de los temporales son procesos dinámicos (como también lo son la geomorfología de nuestras costas) que se están viendo progresivamente afectados por un cambio climático que introduce nuevos elementos de incertidumbre para el futuro.
De hecho, de cumplirse las previsiones disponibles, en pocas décadas se reducirá sustancialmente la anchura de la mayor parte de nuestras playas y varias urbanizaciones y numerosas edificaciones quedarán sometidas al efecto directo del oleaje. Los expertos nos señalan que para el año 2050 se habrá producido un retroceso medio de 15 m en el conjunto de las playas españolas y valores de más del doble en algunas playas concretas. Pero, además, los resultados de cada nueva investigación sobre el proceso tienden a agravar y a acortar en el tiempo los efectos previsibles (véase al respecto los estudios de la NASA sobre el deshielo de los polos). Y en este sentido, aunque ya ha habido decisiones tomadas por Comunidades como Asturias, Cantabria o Cataluña, con 500 metros de zona de servidumbre para prohibición de nueva construcción, ésta política debería generalizarse, al menos puntualmente, porque en las próximas décadas, los casi 900 km de fachadas marítimas urbanas situadas en zona de playa en el arco mediterráneo, Andalucía occidental y los archipiélagos, están expuestos a sufrir daños significativos y crecientes por la acción del mar. Y ya no se trata solo de cuidar una actividad –la turística- que exige calidad y sostenibilidad en el empleo y en la rentabilidad para mantenerse, o de ir corrigiendo la localización de las edificaciones sujetas a riesgo, sino de impedir que se siga actuando con políticas estatales, autonómicas o municipales, de incidencia urbanística y territorial, que agraven aún en mayor medida el problema.
No están lejos en el tiempo catástrofes como las que han desolado las costas de Japón o Indonesia. Afortunadamente estas catástrofes tienen un período de recurrencia (el tiempo medio que es previsible que transcurra entre una y otra) muy dilatado y, por consiguiente, la probabilidad de que países como España sufran un fenómeno de esta magnitud es muy pequeña. Pero no nula. El famoso terremoto de Lisboa de hace dos siglos y medio es un ejemplo no único de la existencia de esa probabilidad. Por otro lado, atendiendo a los datos de Naciones Unidas, en las dos últimas décadas más de dos millones de personas han muerto a causa de catástrofes naturales, y el PNUMA (Programa de la ONU para el Medio Ambiente) afirma que a partir de los noventa, las catástrofes relacionadas con el cambio climático se han incrementado en un 350%, sobre todo por el incremento de las inundaciones en diferentes partes del mundo, los huracanes y los vendavales, y los temporales marítimos. Estas catástrofes naturales en 2010 marcaron un récord al afectar a más de 208 millones de personas y causar al menos 110.000 millones de dólares en pérdidas. El casquete polar del Polo Norte no ha estado rodeado de mar desde hace 125.000 años y los cambios en la localización de las masas de hielo desde los glaciares y los polos al mar pueden estar incidiendo en los movimientos de placas que están incrementando los terremotos de alta intensidad. Por otro lado, los patrones de cambio que se están produciendo en el clima hacen que los expertos (véase el último informe del IPPC sobre el riesgo de catástrofes naturales asociadas al cambio climático) prevean catástrofes naturales cada vez más frecuentes e intensas, particularmente en los ríos y en las costas.
Como ya he señalado en otras ocasiones, aunque la probabilidad de una catástrofe sea reducida, si sus consecuencias tienen efectos muy elevados, la obligación de las Administraciones es prevenir estos efectos con la adopción de las medidas correspondientes. Y a eso contribuye adecuadamente la Ley de Costas vigente, cuyos criterios de delimitación del dominio público marítimo terrestre no se deberían modificar en absoluto, o la pretensión de flexibilizar los usos o las concesiones sobre el mismo o sobre la zona de servidumbre debería ser erradicada. Pero no parece ser ésta la línea que el Gobierno pretende para la Ley.
A veces uno recuerda aquéllo que se decía en etapas hacia las que a veces parece que nos quieren reconducir, de que “la letra con sangre entra”, y piensa que quizás sólo les pueda convencer del error de lo que pretenden un nuevo desastre en alguna de las zonas costeras españolas de alto riesgo por la ocupación histórica generada en las mismas. El problema, como siempre, es quién corre esos riesgos y quién sufre las consecuencias. Pero si los cambios se producen en la línea apuntada por el Gobierno, más altos serán los costes de la catástrofe y más altos los riesgos que corren los bienes y las personas localizadas en ámbitos inadecuados.
No se necesita cambiar la Ley para cumplir las obligaciones de prevenir de riesgos desproporcionados, mantenimiento de la calidad de las aguas y mantenimiento del patrimonio territorial de nuestras costas, facilitando la sostenibilidad de un turismo de calidad generador de renta y empleo compatible con los objetivos anteriores, sino que hay que poner en marcha una política de conservación de las costas todavía en estado aceptable y una política de regeneración del territorio degradado, que implican el freno radical de nueva urbanización en ámbitos saturados desde hace muchos años, una política de retirada de la urbanización del litoral en las cada vez más amplias áreas de riesgo, donde la intervención pública de defensa es cada vez más cara e inviable, y la plasmación de estos objetivos en un planeamiento territorial litoral, cuya materialización debe realizarse en un marco de concertación entre las Administraciones, el sector turístico y el resto de la sociedad civil, tal y como se propone en los procesos de Gestión Integrada de Zonas Costeras por la Unión Europea.
Pero ni son éstas las preocupaciones mostradas por el Gobierno en su pretensión de cambio de la Ley de Costas, ni las líneas que dejan entrever permiten ser optimistas sobre el valor que dan a los anteriores objetivos. Siguiendo con sus políticas de recortes parece que también nos quieren recortar el dominio público marítimo terrestre, y con ello, también nos recortan la seguridad y nos privatizan (curioso resultado de todos los recortes que van imponiendo) el patrimonio territorial de todos los españoles.
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