Terremotos
Traten de educar a sus hijos en la certeza de que entender el mundo que tenemos y hacemos les hará más sabios, más libres y más felices
Hace algo más de un año, en marzo de 2011, tuve la suerte de sentir uno de los mayores terremotos de la historia, y más suerte aún de poder contarlo. Es más, lo conté en estas mismas páginas solo unas horas después de que ocurriera, cuando la tierra aun temblaba amenazante y la ola canallesca que arrasó la costa nordeste del Japón se retiraba hacia el océano que alguien llamó Pacífico. En aquellas crónicas defendía que no había dioses ni conspiraciones detrás de esa descomunal energía; que tampoco era la respuesta quejosa del planeta a nuestros desmanes ecológicos. Aquello se llamaba Geología, una ciencia que todos deberíamos conocer mejor de lo que la conocemos, por la cuenta que nos trae.
Un par de años antes, en abril del 2009 otro terremoto mucho menos intenso sacudió el este de Italia dejando más de 300 muertos en la ciudad de L’Aquila. Esta ciudad está situada dentro de la zona de mayor riesgo de terremotos de Italia, una zona que recorre lo que sería la columna vertebral de la bota italiana, desde el Etna en Sicilia a la zona montañosa del Grand Sasso, a la misma latitud de Roma. Pero fue una falla poco conocida en un terreno llano - la falla de Paganica- la que provocó el desastre. Los habitantes de L’Aquila tuvieron menos suerte que yo porque les pilló en un país mediterráneo que confía más en la oración y en las costumbres que en la fuerza de la razón. Un país que no sabe bien que es imposible hoy día predecir los terremotos, y que tampoco sabe bien que se desconoce cómo predecir el riesgo de terremotos. Por eso, tampoco sabe que para sobrevivir a un terremoto no hay que confiar en la predicción sino construir con criterios antisísmicos los edificios donde la gente ha de vivir y refugiarse. Por eso, por no tener una cultura con base científica, un director de protección civil no sabe explicar a los ciudadanos los riesgos con que les puede sorprender la naturaleza que les rodea. Por eso, unos ciudadanos ignorantes son incapaces de exigir a sus gobernantes que tomen las medidas necesarias para que cuando la catástrofe sea inevitable, las víctimas y los daños sean los mínimos posibles. Y por eso, unos abogados espabilados y un juez científicamente analfabeto han terminado por condenar a un grupo de geólogos a indemnizar, con 7,8 millones de euros, a las victimas de un terremoto cuyo riesgo no fueron capaces de predecir.
Por eso también, entenderán ustedes que el terremoto que a mí me preocupa no es el que ocurrirá en algún lugar concreto de nuestro sur, y que no quiera dios -los empujes de la placa africana- que ni usted ni yo lo veamos porque, al igual que Italia, no está nuestro país preparado para ello. Lo que me preocupa es el terremoto que sacudirá a todo el territorio nacional (me refiero a este país que se llama España) si no se modifica radicalmente el Anteproyecto de Ley Orgánica de Mejora de la Calidad Educativa. Si esa ley sigue adelante prácticamente desaparecería la geología del bachillerato y lo que es peor, podríamos tener ciudadanos (futuros jueces, abogados, periodistas, banqueros, directores comerciales, parlamentarios, vecinos, etc…) que no habrían cursado jamás una asignatura de contenido científico. Piénsenlo dos veces y háganse cargo del país que le dejarían a sus hijos.
Todos los científicos -independientemente de ideas políticas o de creencias- apostamos por una sociedad que no dé la espalda a la ciencia. Poco podemos hacer más de lo que hacemos para convencer a los Montoro, Wert, Guindos, etcétera. y a los parlamentarios, la gran mayoría sin formación científica alguna, de que tendríamos un país más civilizado y de que las cuentas nos saldrían mucho mejor si educamos e invertimos en ciencia y en tecnología. Así que es hora ya de que la sociedad, los ciudadanos en general, tomen cartas en el asunto –insisto- por la cuenta que les trae. Pueden empezar ustedes por sumarse a las iniciativas que la AEPECT y la Sociedad Geológica de España están llevando a cabo junto con otras quince sociedades para solicitar al gobierno un cambio en esa política educativa retrógrada. Pero sobre todo traten de educar a sus hijos en la certeza de que entender el mundo que tenemos y hacemos les hará más sabios, más libres y más felices. Los que hemos sobrevivido a catástrofes naturales, como las de Haití, Chile, Sendai, Java, L’Aquila o Lorca, sabemos por experiencia propia que nos va la vida en ello.
Juan Manuel García-Ruiz es Profesor de Investigación del CSIC en la Universidad de Granada.
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